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PENA DE MUERTE A VICTIMAS DE SECUESTRO

Grupo Panóptico

Lic. Luis Fernando Guzmán Sámano.


México ha imitado durante muchos años la conducta de los estadounidenses, incluso en su sistema judicial, y en especial en lo que hace a la jurisdicción en materia penal. Imitamos pero no de innovamos. En materia de políticas públicas relacionadas con el narcotráfico, adoptamos las principales estrategias adoptadas por Colombia, no obstante que se trata del país que ocupa el lugar 137 entre los Estados más inseguros.


En cuanto a la penalidad de los delitos, pretendemos imitar a los estadounidenses quienes tienen uno de los primeros lugares en los índices de familias disfuncionales, en delitos de alto impacto, en número de pandillas, en discriminación y en guerras. Al igual que los americanos acogemos la estrategia consistente en el incremento de la penalidad para el abatimiento del índice delictivo.


Si esa fórmula fuese eficiente, sería lógico asumir que aquéllos países que implementado en sus sistemas jurídicos la pena de muerte o la de cadena perpetua, estarían libres de hechos criminales de alto impacto; sin embargo ello no es así, casi en todos se siguen cometiendo. Un ejemplo claro es nuestro país, donde la nueva ley federal de secuestros incrementó sustancialmente la penalidad para ese delito, sin embargo esa medida legislativa no ha reportado una disminución en la comisión de los plagios, por el contrario, las cifras acusan el alza del delito, cuya materialización ocurre, incluso, con más violencia.


Anteriormente en nuestro estado la pena máxima que el legislador estableció para el delito de secuestro era de 25 años de prisión. Una de las reflexiones que el delincuente hacía antes de atentar contra su víctima, era que si le respetaba la vida podría salir de prisión. En la actualidad, el incremento del castigo y el temor de los secuestradores a permanecer tanto tiempo privados de su libertad –en el eventual caso de que se les capture– los lleva a mejor enfrentarse con la autoridad y exponerse a que los maten antes de ser detenidos, pues saben que difícilmente serán excarcelados en el corto tiempo.


Aunado a ello, ahora basta que los delincuentes piensen que pueden ser identificados por sus víctimas o que éstas –en su caso– pudiesen aportar a la autoridad datos contra ellos, para que los captores mejor opten -en un juicio sumarísimo e iletrado- por matar a los plagiados, pues los criminales asumen que ante el fallecimiento de los agraviados será difícil que los identifiquen, los imputen o los capturen.


Esto es, sin duda, una política de seguridad mal planteada, ya que si el legislador pensó que el incremento de las penalidades sería una medida de prevención general adecuada para la disminución del delito de secuestro, ello es tan aberrante como el secuestro mismo, pues, de alguna forma, el Estado ha creado condiciones para que, en tratándose de esta clase de delitos, los secuestradores aplique -de facto- la pena de muerte a las víctimas.


Si bien es cierto que la nueva ley en la materia plantea supuestos en los que la pena será menor si se respeta la vida de la víctima, de cualquier forma el castigo sigue siendo alto, y el cálculo especulativo del delincuente es distinto al del legislador.

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